La simpleza de la
vida
la veo corroída a
diario
por inagotables
ausencias y presencias
que rebotan de lado a
lado
en los cántaros de
mis pensamientos.
Son múltiples y
llenas de vida
las razones por las
que
no miro el ladrar de
los perros
ni huelo los rayos de
sol
como lo hace el.
A veces, simulo
ignorarlo
para no agrandar más
su inalmacenable
orgullo
que refuerza a diario
con sus miradas
ostentosas y gallardas,
sus rasguños sobre
terciopelos sin dueño.
Su caminar es digno e
imponente,
cabalgante en cuatro
patas flotantes
que lo llevan a
despegar hacia su ventana,
a sus tardes en una
ventana
que pueden llevarme a
desear con ansias
su vista poder tener
para contemplar el
poema que la vida es
cuando la miramos con
ojos de gato.
Su orejas
agudas y curiosas
se mueven acorde al
entorno
buscando el origen de
los tiempos
en un abrir y cerrar
de sol,
ese sol que baña su
espalda
al ritmo de las
posiciones que toma al dormir.
Pero la corroída vida
humana
llena de cuadros
grises a pastel,
a ratos se olvida de
lo hermoso
que es mirar una tarde
en un balcón
o lo ameno que es
gozar de la brisa
como lo hace el
guardián nocturno
de los ojos en
ranura.
Por eso nunca pierdo
una tarde
sin acariciar con
silenciosa admiración
el lomo
condescendiente de un conquistador sin orbe,
emperador de las
cosas simples y las verdades puras
como lo es y será
mi pequeño e
indescifrable gato.
Federico Paz