Triste estás en tu
tierna morada
fría, solitaria,
calma y
avergonzada.
Miras desde lo alto
mientras te cubres
con tu sabana de estrellas,
mientras coqueteas
suave
con los sueños de las
aves.
Tu nombre huele a
melancolía
y caes dulcemente
sobre tristes,
oscuras y modestas
flores,
soñolientas flores,
fragantes en su
eterno amor
a ese insensato sol
que por morder unas
migajas de mar
te ha dejado sola en
tu odisea.
Es ese mar, que te
ama
y se mece al son de
tus latidos,
que mueve sus anchas
caderas
bordeando y codeando
las costas húmedas
de la raza sin nombre,
la raza que te conoce
en vela,
que te idolatra sin
piel.
Tu ropa, blanca como
la nieve
cae sedosa por el
atardecer
y se enreda frágil
en las agrietadas
manos de la cordillera,
esa que abultada y
prepotente
te deja olvidada,
abandonada y
desvestida
en garras de
legañosos deseos
de impares
despertares.
Tu mirada impalpable,
recorre los prados
con soledad
vagando nebulosamente
por las espigas sin nombre,
por las pupilas
insensatas
de aquellos amantes
que separados por el
olvido
esperan algún día
poder disfrutarte,
mirarte
y besarse.
Eres incomprendida,
juzgada sin guante,
repelida sin soplo…
Sólo pocos veteranos nenúfares
se deleitan con tu paz
y disfrutan
nocturnamente
de tu compañía,
agradeciendo que tu
dulce voz
guíe desinteresadamente
sus barbas a la madrugada.
Sólo pocas melodías
guitarrean tu danza
diaria
y se dejan llevar por
tu aliento pálido
que en una noche del
doce del ciclo
se acompaña
puntualmente
del gigante sin aro
que segunda a la
inmensa
y celosa estrella
madre.
GAMO